sábado, 23 de octubre de 2010

LA DESTRUCCIÓN DE LOS LIBROS (Y UNA CUCHARA)

Creo que me estoy haciendo viejo. Recuerdo que cuando era pequeño y llegaba a casa del colegio al medio día y veía que mi madre había preparado para comer lentejas, cocido, habichuelas, o, en general, cualquier comida que para llevarla a la boca hiciera falta una cuchara, ponía cara de asco y terminaba soñando con que llegaran los postres. Ahora, sin embargo, disfruto de verdad con unas buenas lentejas estofadas con morcilla de arroz. Es lo que tiene cumplir años, pienso. Lo mismo me ha ocurrido con los ensayos, ese género literario en el que cabe de todo y no sobra de nada, cocido a fuego lento de sabiduría e ideas inteligentes. A buenas horas con mis veinte años iba a estar leyendo un ensayo tras otro... y, sin embargo, los años destruyen calendarios y apagan velas en las tartas, además de hacer que me aficione a un género en el que, en muchas ocasiones, encuentro lo que busco como un desesperado en las novelas: que alguien me haga pensar, además de entretenerme, claro.

            Fernando Báez me mira tras sus gafas ahumadas y mantiene las distancias mediante una pipa que casi forma parte de su fisonomía. Historia universal de la destrucción de los libros es uno de los mejores libros que he leído en los últimos dos o tres años. Ensayo demoledor que habla de lo que el título anuncia, sin concesión alguna: Báez traza un mapa temporal y geográfico que arranca en Sumer, recorre el mundo entero, y termina en Irak. Miles de años de historia; de historia de destrucción de un patrimonio cultural tan valioso como difícil de calcular y evaluar. No debe ser fácil para un bibliotecario como es Fernando Báez hablar de libros destruidos, quemados, sepultados, rotos, devorados por los hongos y las bacterias, por los hombres y las inclemencias del clima o las tragedias naturales, por la torpeza de sus cuidadores o por el deseo de controlar aquello que se teme. Sin embargo, el autor no sólo sale bien parado de esta dificultad, sino que borda un ensayo tan brillante como necesario, uno de esos libros que todos deberían leer (y estudiar). Y es que cuando Báez  hace recuento de los daños que se han producido (que hemos producido) a lo largo de los siglos en los libros, en la palabra escrita, el lector comienza a sentir que está leyendo una novela de auténtico terror.

            Cuando terminé de leer Historia universal de la destrucción de los libros dos cosas me quedaron muy claras:
            Uno, la destrucción de los libros comienza en el mismo momento en que aparece la palabra escrita.
            Dos, Fernando Báez ha conseguido con este ensayo uno de los libros más bellos y terroríficos de la reciente historia de la literatura en español.

            Y es que donde esté la comida de cuchara...

sábado, 9 de octubre de 2010

PALABRAS, MÚSICA E IDENTIDAD: LA HIJA DEL SEPULTURERO, DE JOYCE CAROL OATES

“Era una mujer a quien le había sido arrebatado su idioma infantil, y ningún otro lenguaje deja al descubierto el corazón” (1).
                Esta frase puede servir como centro en torno al cual gira toda la vasta novela de Joyce Carol Oates, La hija del sepulturero. A pesar de sus casi setecientas páginas, y de la indudable densidad de la historia, Carol Oates consigue que penetremos, como  a través de una herida abierta por un preciso bisturí, en la esencia misma de la búsqueda de una identidad que, literalmente, pueda salvarnos la vida. A través de la historia de los Schwart durante tres generaciones, y con Rebecca  como centro y eje, asistimos al desarrollo de un hilo narrativo que arranca (aunque no en la novela, ya que  se trata de un flashback en este caso muy inteligentemente utilizado) en 1936 y concluye en 1999, abarcando  así gran parte  del siglo XX.  Con un lenguaje tan duro como lírico, la autora nos lleva con mano  maestra a través de la existencia  de  unos personajes  que luchan por echar raíces  en una  tierra que, en muchas  ocasiones, sienten que no les pertenece, que  no es la suya, que  es ciertamente hostil.  Y la palabra juega aquí un papel importante, crucial. Aprender un idioma es la diferencia entre tener o no tener identidad, entre adaptarse o morir, entre tener una vida u otra. Es curioso cómo el personaje que más lucha por adaptarse, Rebecca, gana en el colegio un concurso de deletreo de palabras (algo muy típico de la cultura norteamericana y que hemos visto en muchas  películas) y recibe como premio un diccionario, libro que le acompañará en buena  parte de su futura aventura.
                Sin embargo, en la segunda parte de la  novela, el lenguaje de las palabras es sustituido por el lenguaje  de la música, suavizando, como si  de una partitura de Chopin se tratara, parte de la dureza innata en esta trama. Esta segunda parte de la historia actúa como negativo (pero en positivo)  de la  primera parte. El lector tiene la  sensación de que tanta felicidad parece irreal. Creo que este es uno de los grandes  aciertos de  la novela. Con unas primeras trescientas cincuenta  páginas tan duras, el lector no siente  como felices los momentos vividos en la segunda parte, y un dulce poso de tristeza impregna cada página, siempre leídas con avidez.
                Novela sobre identidades  y palabras, sobre cómo el lenguaje construye  realidades y espacios en los que  poder vivir (o más bien sobrevivir) en un mundo difícil. Imposible no  acordarse al leer esta obra del maravilloso libro de  Orhan Pamuk El libro negro, novela que, salvando las distancias, guarda muchos puntos en común con La hija del sepulturero.
                MARCO  A. TORRES

(1).  OATES, J.C., La hija del sepulturero,  Santillana Ediciones Generales, S.L., Punto de Lectura,
                            Madrid, 2009, p. 647.

EDICIONES FORUM S.A.

Con una encuadernación más bien barata y un tamaño de bolsillo, y bajo el pomposo nombre de "GRANDES AVENTURAS", se esconde uno de los tesoros de mi niñez. Se trata de los libros de la editorial Forum que cuando tenía doce o trece años comencé a comprar de forma casi compulsiva. Por un módico precio podías adquirir un libro (en edición íntegra, según rezaba la esquina inferior derecha de la portada) que  te aseguraba un buen rato de diversión. Estando los Harry Potters y compañía en el limbo de los seres de tinta aún no creados, esta colección de libros me brindó la oportunidad de un encuentro milagroso con algunos grandes, muy grandes, escritores. Walter Scott, Julio Verne, Jack London, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, ... así como otro buen puñado de autores que pasaron a formar parte de ese territorio, brumoso y difuso, llamado memoria: Emilio Salgari, Alejandro Dumas o James Fenimore Cooper.
 Con el  mismo ansia con la que un hambriento devoraría un buen solomillo, mis  retinas no eran capaces de asimilar tanta belleza, tanta capacidad para viajar, a través de palabras, por un mundo donde las reglas se subvertían; un mundo donde yo, ese chico que pasaba  desapercibido entre las chicas de clase y al que  mis compañeros dejaban el último para elegir en los partidos de fútbol del recreo, era el único dueño de un destino escrito a golpe de genio. Las  noches comenzaron entonces a hacerse más cortas. Supe descubrir la magia  del flexo proyectando  su luz sobre  el papel, ese dulce sonido, en el silencio de la noche, de las hojas pasando entre mis dedos, el corazón acelerándose al acercarse el final de la aventura, el desenlace de la historia.  Dicen que leer es un ejercicio de profunda  y feliz soledad. La verdad es que nunca me siento más acompañado que  cuando comienzo a leer un libro.
 Harold Bloom escribió una vez que los actuales lectores de Harry Potter serán los futuros lectores de Stephen King. No tengo nada en contra ni del personaje de la señora Rowling ni del supuesto maestro del terror, pero pasando los dedos por los lomos de los libros de la editorial Forum S.A. que  aún conservo doy gracias por aquel día, hace ya  muchos años, en el que mi madre me regaló Escuela de Robinsones.
                                                                 MARCO A. TORRES