jueves, 31 de marzo de 2011

ESCULPIR EN EL TIEMPO

Me encontraba en uno de esos intervalos de tiempo que transcurren entre que terminas de leer un libro y aún no has comenzado otro; ese feliz momento del nuevo empezar. Recorría una y otra vez los estantes de mi humilde biblioteca a la espera de decidir qué libro sería el elegido cuando mi mirada se paró en un viejo amigo, encuadernación de tapa blanda, unas trescientas páginas, con los restos de antiguas batallas en forma de subrayados y anotaciones en su interior. Mi mano lo sacó de entre sus compañeros (un libro de poemas de Bukowski a la izquierda; El sistema periódico de Primo Levi a la derecha. Esto demuestra el desorden que impera entre mis libros. Creo que tengo mucho trabajo pendiente), dejando ese tierno hueco del elegido, del que se sabe objeto de deseo y se pavonea ante la atónita mirada de Abel Sánchez.

            Releer es una prueba de fuego para cualquier libro (y para cualquier lector). Si tenemos la necesidad, por inexplicable que sea, de releer un libro es un buen síntoma; esa obra funciona, al menos con nosotros. Pues bien, durante unos días estuve releyendo Esculpir en el tiempo de Andrei Tarkovski. Se trata de un ensayo formado por reflexiones, conferencias y artículos en los que Tarkovski hace un recorrido vital por su forma de ver, hacer y pensar el cine. Director de una obra tan corta como intensa, autor de cintas que no dejan impasible al espectador, Tarkovski nos regala unos textos trufados de ideas acerca del sentido del arte, del cine como moldeador del tiempo (de ahí su poético y acertado título. Y es que para el director ruso el cine era Esculpir en el tiempo) y creador de espacios.

            Como los grandes libros de cine (El cine según Hitchcock de Fracois Truffaut, Cine o sardina de Guillermo Cabrera Infante o Sobre John Ford de Lindsay Anderson) Esculpir en el tiempo es mucho más que un ensayo sobre el séptimo arte; es un libro muy bien escrito (que ya es más de lo que se puede decir de muchas novelas que obtienen millonarios premios), un libro plagado de ideas inteligentes acerca del sentido último del arte y del hombre, de la relación entre la fe y el acontecimiento de crear.

            Tarkovski montó su última película Sacrificio mientras recibía sesiones de radioterapia en un hospital. Murió sin poder ver cómo en el festival de Cannes el jurado, la crítica y el público aplaudía su cinta.

            MARCO A. TORRES

martes, 29 de marzo de 2011

EPIFANÍAS


           

            Hay sensaciones que nunca podremos olvidar, que nunca deberíamos olvidar. Sucede cuando conoces a alguien especial, a alguien con el que puedes contar, a alguien con el que firmas un pacto secreto que durará toda la vida. Sucede cuando, mucho más joven y mucho más inocente, besas a esa chica de la que hasta unos días antes no eras más que un amigo y con la que en ese momento, fundidos por un beso furtivo y apresurado, deseas y juras que pasarás toda la vida. Sucede cuando terminas de ver, por vez primera, El sur, y los títulos de crédito comienzan a desfilar ante tus ojos, y una lágrima anuncia que algo ha cambiado en tu vida. Sucede cuando la última canción de O.K Computer deja de sonar, o crees que deja de sonar, pues sabes de sobra que ese disco ya no te abandonará nunca. Son momentos de verdadera epifanía; momentos de los que ya nunca podrás desprenderte, pues se te clavan en la piel de la memoria como tatuajes; momentos con sabor a magdalena proustiana; momentos en los que algo dentro de ti emerge, nace, para no morir jamás. Gracias a estos momentos tenemos amigos que nos acompañan en nuestro viaje vital, una pareja con la que ver pasar los años, un tipo de cine que nos gusta más que otro y unos grupos de música favoritos. Esos momentos, además, van conformando nuestra personalidad, nuestra forma de ser, nuestros gustos y nuestras relaciones, en un caldo de cultivo donde se mezclan amigos y películas, tu pareja y unas determinadas canciones, un verso de un poeta y un recuerdo, un olor y un rostro perdido en la niebla de la memoria.

            Sentado en una silla de mimbre pintada torpemente (torpe porque estaba mal pintada y torpe porque el color era horroroso) una vez leí un libro. Mis horas se consumieron por espacio de cuatro días. Era uno de esos últimos veranos en los que uno es verdaderamente libre. Libre de tener que trabajar para poder subsistir en la Universidad. Libre de tener que estudiar esa asignatura que te ha quedado para septiembre. Libre, en fin, para poder biengastar tu tiempo leyendo, escribiendo, viendo películas con los amigos o yéndote a la playa a ver pasar la vida. Después de comer, cuando todos en casa procedían a consumar el rito de la siesta, yo cogía mi libro, salía al porche y arropado por el silencio me zambullía en las palabras. He de reconocer que he leído libros mucho mejores, libros en los que la buena literatura se ha impuesto, libros que me han hecho llorar (algunos, también, por lo malos que eran), pero también he de reconocer que jamás he vuelto a sentir exactamente lo que sentí leyendo aquel libro. Muchas veces he pensado que en realidad yo leo para intentar buscar en otros libros lo que experimenté con ese libro en concreto. Leer, así, se ha convertido en una búsqueda. La búsqueda, probablemente, de un tiempo irrecuperable; de un tiempo idealizado en mi memoria; de un tiempo que puede que nunca existiera fuera de esa silla de mimbre horriblemente pintada.

MARCO A. TORRES