martes, 29 de marzo de 2011

EPIFANÍAS


           

            Hay sensaciones que nunca podremos olvidar, que nunca deberíamos olvidar. Sucede cuando conoces a alguien especial, a alguien con el que puedes contar, a alguien con el que firmas un pacto secreto que durará toda la vida. Sucede cuando, mucho más joven y mucho más inocente, besas a esa chica de la que hasta unos días antes no eras más que un amigo y con la que en ese momento, fundidos por un beso furtivo y apresurado, deseas y juras que pasarás toda la vida. Sucede cuando terminas de ver, por vez primera, El sur, y los títulos de crédito comienzan a desfilar ante tus ojos, y una lágrima anuncia que algo ha cambiado en tu vida. Sucede cuando la última canción de O.K Computer deja de sonar, o crees que deja de sonar, pues sabes de sobra que ese disco ya no te abandonará nunca. Son momentos de verdadera epifanía; momentos de los que ya nunca podrás desprenderte, pues se te clavan en la piel de la memoria como tatuajes; momentos con sabor a magdalena proustiana; momentos en los que algo dentro de ti emerge, nace, para no morir jamás. Gracias a estos momentos tenemos amigos que nos acompañan en nuestro viaje vital, una pareja con la que ver pasar los años, un tipo de cine que nos gusta más que otro y unos grupos de música favoritos. Esos momentos, además, van conformando nuestra personalidad, nuestra forma de ser, nuestros gustos y nuestras relaciones, en un caldo de cultivo donde se mezclan amigos y películas, tu pareja y unas determinadas canciones, un verso de un poeta y un recuerdo, un olor y un rostro perdido en la niebla de la memoria.

            Sentado en una silla de mimbre pintada torpemente (torpe porque estaba mal pintada y torpe porque el color era horroroso) una vez leí un libro. Mis horas se consumieron por espacio de cuatro días. Era uno de esos últimos veranos en los que uno es verdaderamente libre. Libre de tener que trabajar para poder subsistir en la Universidad. Libre de tener que estudiar esa asignatura que te ha quedado para septiembre. Libre, en fin, para poder biengastar tu tiempo leyendo, escribiendo, viendo películas con los amigos o yéndote a la playa a ver pasar la vida. Después de comer, cuando todos en casa procedían a consumar el rito de la siesta, yo cogía mi libro, salía al porche y arropado por el silencio me zambullía en las palabras. He de reconocer que he leído libros mucho mejores, libros en los que la buena literatura se ha impuesto, libros que me han hecho llorar (algunos, también, por lo malos que eran), pero también he de reconocer que jamás he vuelto a sentir exactamente lo que sentí leyendo aquel libro. Muchas veces he pensado que en realidad yo leo para intentar buscar en otros libros lo que experimenté con ese libro en concreto. Leer, así, se ha convertido en una búsqueda. La búsqueda, probablemente, de un tiempo irrecuperable; de un tiempo idealizado en mi memoria; de un tiempo que puede que nunca existiera fuera de esa silla de mimbre horriblemente pintada.

MARCO A. TORRES

1 comentario:

  1. Marco no puedo estar más de acuerdo contigo en todo lo que narras, y siempre pensé y a las pruebas me remito que las palabras que escribes son hermosas, auténticas palabras nacidas de tí mismo y quizás es a ese libro al que precisamente le debes ahora el que escribas como lo haces, Mejor imposible. Y bueno seguiré leyendo poco a poco, porque no quiero dejarme nada en el aire, así disfrutando pensando que estoy sentada en ese sillon de minbre de cuyo nombre no logro acordarme.

    ResponderEliminar