lunes, 31 de diciembre de 2012

DIEZ LIBROS

Los diez mejores libros que leí durante 2012.

1.- Lincoln, de Gore Vidal.

Ya hablé de este libro largo y tendido en una entrada del blog. Poco más que añadir a una novela tan atrayente como estimulante.

2.- Libertad, de Jonathan Franzen.

Franzen es un gran escritor. Ahora está de moda darle palos por todos lados, pero mucho me temo que su obra finalmente se impondrá. Aquellos a los que solo les gusta la experimentación no encuentran en Franzen nada especial, pero no se dan cuenta que lo que ha hecho Franzen es lo más vanguardista que hoy se puede hacer con una novela: escribirla al modo más clásico posible.

3.- Relato soñado, de Arthur Schnitzler.

Descenso a los infiernos en una sola noche, en apenas ciento veinte páginas, de un joven médico en la Viena más crepuscular jamás imaginada. La estructura simétrica de la obra es absolutamente genial. Su versión cinematográfica es Eyes Wide Shut, la última película que rodó Stanley Kubrick y que es fiel al texto pero trasladándolo al Nueva York actual.


4.- Del boxeo, de Joyce Carol Oates.

Carol Oates es una de las mejores escritoras vivas. Polivalente donde las haya, la norteamericana sabe contagiar a sus escritos de ese extraño pulso narrativo que consigue engancharte a cualquier historia. En esta ocasión comparte con nosotros, sus fieles lectores, una de sus grandes aficiones: el boxeo. Como a todos los que nos gusta el ring, Carol Oates parte de una clara premisa: el boxeo no es un deporte, ni un arte, ni una disciplina. Es otra cosa.

5.- Mason & Dixon, de Thomas Pynchon.

Partiendo de un hecho histórico, el escurridizo escritor Thomas Pynchon plantea una novela de mil páginas en las que el humor y la ternura se dan la mano de una forma asombrosamente natural. Una verdadera obra maestra. Me da rabia que a Pynchon se le cuelgue el calificativo de “autor difícil”, pues su literatura es una auténtica celebración del arte de contar historias.

6.- La gran marcha, de E. L. Doctorow.

Una de las mejores novelas sobre la Guerra Civil Norteamericana que he leído nunca. Doctorow nos cuenta la epopeya de la marcha del ejército de la Unión al mando del general William T. Sherman por territorio confederado, atravesando los Estados de Georgia y las Carolinas en 1864-1865. Con una amplia galería de personajes de todos los estratos sociales, Doctorow radiografía el alma americana con tanta precisión como sencillez.



7 .- Las cuatro reinas, de Barry Gifford.

Me encanta Barry Gifford. Me gustan sus novelas, sus cuentos, sus ensayos sobre cine negro, su biografía de Kerouak y sus poemas. La poesía de Gifford, como en las cuatro reinas, bordea el haiku hasta extremos impensables. Poemas con dos, tres palabras que crean todo un mundo, todo un universo. Cada verso es como un navajazo al alma.

8.- Mansfield Park, de Jane Austen.

Primer libro del Curso de literatura europea de Nabokov. Quien piense o crea que Jane Austen es una escritora para mujeres, sensiblera, cursi o rosa, es que no sabe de qué va esto de escribir libros. En fin, ellos se lo pierden. Lean, lean a Jane Austen.

9.- Donde se guardan los libros, de Jesús Marchamalo.

Precioso ensayo en el que Marchamalo se mete de lleno a investigar las bibliotecas de algunos escritores actuales, como Javier Marías, Enrique Vila Matas o Andrés Trapiello. Un libro para los que tengan curiosidad por saber qué leen ciertos autores. En mi caso he de decir que me sorprendió (mucho) la biblioteca de Arturo Pérez Reverte.

10.- Europa, de Julio Martínez Mesanza.

El último libro que he leído en 2012 y uno de los que más me ha gustado. Martínez Mesanza ha sido mi descubrimiento personal de este año. No conocía a este magnífico poeta, con un mundo personal desbordante y perfectamente identificable después de leer tres o cuatro poemas. Europa es un viaje (al estilo Kavafis) por un continente que no puede ni debe renunciar a su historia, esa de la que hoy muchos, vestidos de una extraña y petulante progresía, reniegan de forma tan vergonzosa como analfabeta.


         Desde Ítaca, más deshabitada que nunca, les deseo un feliz fin de año y un buen 2013, al menos con buenos libros entre las manos.

sábado, 22 de diciembre de 2012

FELIZ NAVIDAD



«Puede que haya muchas cosas buenas de
las que no he sacado provecho», replicó el
sobrino, «entre ellas la Navidad. Pero estoy
seguro de que al llegar la Navidad -aparte de
la veneración debida a su sagrado nombre y
a su origen, si es que eso se puede apartar, siempre
he pensado que son unas fechas deliciosas,
un tiempo de perdón, de afecto, de
caridad; el único momento que conozco en el
largo calendario del año, en que hombres y
mujeres parecen haberse puesto de acuerdo
para abrir libremente sus cerrados corazones
y para considerar a la gente de abajo como
compañeros de viaje hacia la tumba y no como
seres de otra especie embarcados con
otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca
ha puesto en mis bolsillos un gramo de oro ni
de plata, creo que sí me ha aprovechado y
me seguirá aprovechando; por eso digo:
¡bendita sea!»

A Christmas Carol, Charles Dickens, 1843

jueves, 14 de junio de 2012

MENUDO REGALO

Menudo regalo recibí ayer. Mientras desayunábamos Ana puso sobre la mesa un maravilloso Curso de Literatura Europea. Os detallo un poco en qué consiste este curso.

-         No hace falta presentarse a exámenes ni asistir a clase
-         No hay créditos.
-         No hay plazo de tiempo para hacer el curso: cada alumno irá a su ritmo.

El curso consiste (básicamente) en una serie de lecturas guiadas (por el profesor) y las propias reflexiones que el alumno pueda hacer por su cuenta.

Lecturas del curso:

-         Mansfield Park, de Jane Austen
-         Casa desolada, de Charles Dickens
-         Madane Bovary, de Gustave Flaubert
-         El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de R.L. Stevenson
-         Por el camino de Swann, de Marcel Proust
-         La metamorfosis, de Franz Kafka
-         Ulises, de James Joyce


Aquí os dejo una foto del profesor que imparte el curso (espero que no sea demasiado duro).

P.D. Esas siete lecturas me van a permitir mantenerme entretenido casi hasta final de año. De las siete, tres serán relecturas, con lo que espero sacar mucho más provecho. Si me gusta el curso ya estoy mirando otro que imparte el mismo profesor sobre Literatura Rusa y otro sobre el Quijote.

jueves, 10 de mayo de 2012

LIBROS EN LA BANDOLERA


“Con la llegada de la primavera necesito un libro de poemas de amor. ¡Nada de Keats o Shelley! Envíeme poetas que sepan hablar del amor sin gimotear… Wyatt o Johnson o alguien por el estilo: lo dejo a su criterio. Pero que sea una edición linda y preferiblemente de pequeño formato, para poder metérmelo en los bolsillos de los pantalones y llevármelo a Central Park.” 84, Charing Cross Road, de Helene Hanf.





            Llevar libros en la bandolera (o en el bolso, o en una mochila...) es algo que yo siempre recomiendo. Los que sufrimos esa enfermedad incurable de adicción a la letra impresa sabemos de sobra que el tiempo es oro. Leer es rellenar tiempo con palabras. Normalmente suelo leer dos (a veces, si no son demasiado densos, hasta tres) libros al mismo tiempo. Uno de ellos (el que más pesa) lo dejo en casa, en la mesita de noche, en la mesa del comedor, en el despacho, en la mesa de la cocina, en una silla. El que menos pesa (que no siempre es el menos pesado) lo llevo en mi bandolera y lo leo en esas zonas muertas de tiempo que todos tenemos a lo largo del día: diez minutos antes de entrar al trabajo y mientras tomo café en la cafetería de Carlos; mientras espero a que Ana salga del Instituto dentro del coche; en la sala de espera del hospital.



            Recuerdo un viaje que mi hermano pequeño, mis padres y yo hicimos a Ciudad Real. Era verano y yo tenía catorce años. Es el único viaje que he hecho con mis padres. Lo hicimos en coche, en un viejo BMW 525I color blanco y con ¡dirección asistida! Dos semanas antes de emprender semejante aventura, mi padre se había empeñado en que leyera Los miserables, de Victor Hugo. Como siempre he sido un buen chico y he hecho caso a mi padre, comencé a leer las aventuras y desventuras del bueno de Jean Valjean. Se trataba de una vieja edición de tapa dura dividida en dos tomos. Era la versión completa, nada de escamotear los pasajes históricos, como la batalla de Waterloo. Como me plantee que se trataba de un libro de aventuras muy largo (así me lo vendió mi padre) pues no tuve ningún problema y la historia me enganchó desde el principio. Mi padre siempre cuando me vendía un libro lo hacía contándome de qué trataba, pero sin “spoilers”. Dejaba puertas abiertas para que el gusanillo del “y qué pasa después” te carcomiera el alma. Piqué, leí y llegó el día de partir a Ciudad Real. No estaba dispuesto a dejar el segundo tomo, ya con Cosette y Mario en acción, con Javert pisándole los talones a Valjean, con París a punto de saltar por los aires, en casa. Cogí el pesado (de peso...) tomo y lo metí en mi bolsa de viaje. ¿Pero para qué te vas a llevar eso, chico? Mamá, contesté, seguro que tengo tiempo durante el viaje para leer, o por las noches antes de dormir. Bueno, tú verás, pero no te quedes todo el día ensimismado sin levantar la vista del libro, que te conozco. Vale, repuse como el niño bueno que era. Le hice caso a medias. Soy un buen chico, pero creo que no soy tonto. Sólo levanté la vista cuando visitamos Almagro, con su precioso corral de comedias donde las obras de Lope eran disfrutadas por el pueblo. Incorregible.



            Leyendo Lugares que no quiero compartir con nadie, cuenta Elvira Lindo que su marido, Antonio Muñoz Molina (el mejor escritor español vivo junto con Andrés Trapiello, y no soy exagerado) siempre va cargado con una mochila llena de libros. Cuando sale de la universidad donde imparte clases de literatura, le gusta dar un paseo y sentarse a la orilla del Hudson a leer y a tomas notas en su cuaderno.


            Dicen que los que leemos mucho somos seres solitarios. No estoy del todo de acuerdo. Creo, más bien, que los que leemos mucho disfrutamos de nuestros momentos de soledad; los llenamos de palabras, de historias, de pensamientos. Compartimos con el escritor al que leemos una confidencialidad que a veces no logramos con nadie más. Lean, por favor, lean lo que sea que caiga en sus manos. Y tengan siempre una mochila, un bolso, una bandolera, donde meter esas palabras con las que luego rellenar los segundos, los minutos o las horas de los días que han de venir.

miércoles, 25 de abril de 2012

ESO DE LEER...


            Hace unos días un texto de Beckett correspondiente a Molloy (obra que, digo ya, no he leído) sirvió para una pequeña reflexión en facebook. Para que luego digan que las redes sociales son poco “atractivas”. Amparo, una compañera de aventuras literarias, lanzó la piedra y dio en el blanco. Las preguntas y reflexiones en torno a ese texto se hicieron extensivas a esa denominada “ALTA LITERATURA”. Curioso que el mismo día ( o un día antes o un día después) Lu, también compañera (y sufridora) de mis desmanes con el diccionario, colgase en la misma red social un extracto del No-Discurso de Nicanor Parra en la entrega del Premio Cervantes. Paul Auster diría que esto es cosa del azar, pero yo no soy Paul Auster y esto es un simple blog casero. Lo cierto es que entonces recordé que Malén (jeje, también compañera como Amparo y Lu) una vez apuntó que, leyendo Yo confieso de Jaume Cabré tuvo la sensación de que la forma de escribir es susceptible de múltiples interpretaciones. En fin, algo hay en el ambiente. La verdad es que creo que se trata de un tema muy interesante, aunque tampoco tengo muy claro de qué tema intento hablar.



            Algunos puntos para la reflexión y el debate...



            1.- Para ciertas lecturas hay que prepararse. Si yo estoy acostumbrado a correr tres kilómetros todos los días no puedo pretender correr una maratón. Muy probablemente abandonaría en el kilómetro cinco, maldiciendo la excesiva dureza de esta prueba. Cuando me propuse leer el Ulises de James Joyce me lo plantee de ese modo. Sabía que tenía que informarme antes de qué me iba a encontrar en sus páginas. Leí algunos artículos y tuve la suerte de leer una edición con guía de lectura. Además, antes había leído Dublineses y me había impactado la forma de escribir del irlandés universal. Una vez hecho eso Ulises me descubrió un libro divertido, lleno de sentido del humor, repleto de técnicas (monólogo interior, flujo de conciencia, técnicas teatrales, objetos que hablan,...) que me había encontrado en otros libros posteriores y que, en mi ignorancia, había atribuido a sus autores.



            2.- ¿Para qué me sirve leer un libro como Ulises de Joyce o como El ruido y la furia de William Faulkner o como Ágata ojo de gato de Caballero Bonald? ¿Merece la pena esforzarse en leer? Vamos a ver. Siempre he pensado que lo primero que tiene que tener un libro es esa capacidad de atraer al lector que llamamos “entretener”. Estos tres libros a mi me han entretenido. Lo que ocurre (al menos a mi me ha ocurrido) es que a veces confundimos “el libro me está aburriendo” con “en realidad es que no entiendo nada, me pierdo, no sé a cuento de qué el autor escribe de esa manera”. Cuando comencé a leer El ruido y la furia no me sorprendió que la primera parte tuviera “errores” en el uso de ciertos verbos y repeticiones insistentes. Sabía que esa primera parte está narrada desde el punto de vista de una persona con serios problemas mentales. Así, disfruté con la enorme inventiva de Faulkner y supe, como si de una epifanía se tratara, que en realidad el gran acierto de Faulkner era que supo dotar a esa dura historia sureña de un estilo, de un envoltorio, tan brillante que convertía lo normal (una historia del sur como tantas otras) en magistral (una historia del sur que es un rompecabezas que poco a poco hay que ir encajando).





           3.- Pero entonces, ¿todo es innovar por innovar? Nooooo!!! Este año celebramos el año dickensiano. Adoro a Dickens, creo que es uno de los novelistas más grandes, más dotados y que mejor aguantan el paso del tiempo (ese juez, ese juez...) de occidente. A nivel de innovación técnica creo que Dickens aporta bien poco (o al menos en comparación con otros), pero sus historias están narradas con una fuerza y una humanidad sin parangón. Pero, ojo, no debemos olvidar una cosa: todo parte del estilo. Muchas de las historias de Dickens en manos de otros autores menos dotados serían meros culebrones (Un ejemplo claro de esto que digo sería Tiempos difíciles, obra que en manos de un mal escritor sería verdaderamente infumable). Un ejemplo actual de poca innovación pero pleno acierto en el estilo y en la fuerza de la historia que se está narrando sería Libertad, de Jonathan Franzen. Me gusta Franzen, y mucho.



4.- ¿El estilo o la historia? Pues mira, las dos cosas. Al final la historia que te están contando te llega a través de un determinado estilo. Me da mucha rabia (muchísima) que la gente crea que el Ulises de Joyce sólo es estilo. Mentira. La historia que nos cuenta Joyce es magistral. Encerrar en un día toda una ciudad, toda una forma de entender la vida. 24 horas de tabernas, chismorreos, noticias de periódicos, visitas al cementerio, borracheras, amor, lealtad, deslealtad, miedos, ilusiones... Creo que debemos derribar el mito de que ciertos libros son importantes porque a un puñado de críticos se les ocurrió un día decir que eran importantes. Por ahí no van los tiros...



5.- Tan malo es que el estilo “mate” a la historia como que la historia carezca de “estilo”. Estoy harto de leer libros que se parecen a otros libros que se parecen a otros libros que se parecen a otros libros. Supuestos autores mediáticos incapaces de crear una sola línea que de verdad merezca la pena. La ausencia de riesgo o el escribir pensando qué es lo que ahora la gente quiere leer. Uf, craso error...

            James Joyce, William Faulkner, Thomas Pynchon, Borges, Cortazar, Philip Roth, José Donoso, Juan Benet, Caballero Bonald, Roberto Bolaño: saltos al vacío o caídas ascendentes. Que el miedo al vértigo no nos deje ciegos, como en la historia de Saramago. Al fin y al cabo, los lectores sufrimos una maldición al estilo de Sísifo: nada más cerrar un libro nos vemos obligados a abrir otro.

jueves, 19 de abril de 2012

ALGUNAS LECTURAS ( SALAS DE ESPERA)


                Últimamente recuerdo mucho al personaje que interpretaba George Clooney en Up in the air, solo que yo me muevo entre salas de espera hospitalarias y salas de espera ginecológicas. En medio de todo esto: la vida; la vida y sus lecturas. No me recuerdo sin un libro en las manos ni en los momentos más felices ni en los menos afortunados. Tiene su lógica, creo.
               Algunos de los libros que han caído en mis manos en el último mes:



-          Bilbao-New York-Bilbao, de Kirmen Uribe. Era una novela que tenía muchas ganas de leer, y la espera ha merecido la pena. Uribe sabe concentrar en apenas doscientas páginas una historia muy personal (la de su familia) a través de recuerdos en apariencia desconectados entre sí. Todo esto tiene lugar durante un vuelo entre Bilbao y Nueva York. Digamos que lo que nosotros leemos es el “Cómo se hizo” de la novela de Kirmen Uribe está escribiendo. Un libro muy recomendable. Premio Nacional de Narrativa 2009.

-          La roja insignia del valor, de Stephen Crane. No me ha gustado tanto como me esperaba. Es una buena novela sobre la Guerra Civil Norteamericana, pero se centra más en aspectos psicológicos (el valor enfrentado a la cobardía) que en aspectos históricos. Creo que podría estar ambientada en cualquier guerra o conflicto y mantendría su vigencia, lo cual es muy positivo. Tengo muchas ganas de leer La gran marcha, de E. L. Doctorow. Todo lo que he leído acerca de ella promete y, además, estamos hablando de un autor de contrastada calidad literaria.

-          Cuentos, de Roberto Bolaño. Anagrama ha editado en un solo volumen los libros de relatos Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible. Bolaño es Bolaño, y su grandeza incluso se acrecienta en la corta distancia. Algunos textos de El gaucho insufrible son verdaderas piezas maestras. El relato Sensini que abre Llamadas telefónicas me parece magnífico. Grande Bolaño.

-          Otros colores, de Orhan Pamuk. Se trata del único libro, junto con Me llamo rojo, del autor turco que tenía pendiente. Pequeños cuentos, crítica literaria, ensayo, textos autobiográficos y algunas entrevistas conforman un collage brillante para comprender muchas de las obsesiones de este gran escritor. Aún no he leído nada de Pamuk que no me haya gustado, lo cual me preocupa. O bien no tengo sentido crítico o bien Pamuk ya se ha convertido en un viejo compañero de viaje. Qué más da...

-          Libertad, de Jonathan Franzen. Ya casi todo se ha dicho de esta novela. La mayoría de cosas han sido positivas. Creo que es una gran novela. No me atrevo a decir más. No sé si es la obra maestra que muchos han querido ver. Pienso que sólo el tiempo lo dirá. Lo que sí estoy seguro es que muchos de sus personajes y muchas de las situaciones por las que estos pasan están narradas con fuerza y brío, y estoy convencido que es una novela que tardaré muchos años en olvidar. Muy, muy recomendable.


          
-     Del boxeo, de Joyce Carol Oates. Breve pero intenso ensayo sobre el mundo del boxeo.  Oates es una escritora asombrosa, y vuelve a demostrarlo con estas pequeñas píldoras llenas de pasión y sabiduría. Gran aficionada al boxeo y dotada de una clarividencia extraordinaria para describir los detalles del mundo pugilístico, Joyce Carol Oates firma un libro que es ya un clásico para los aficionados al boxeo, a la literatura, a la vida.



              Pero en realidad, y al margen de calidades y gustos personales, lo más importante es que estos  libros han cumplido perfectamente su papel en este determinado momento de mi vida: llenar esas horas vacías en las que uno tiene el riesgo de pensar más de la cuenta en determinadas cosas. Ahora le toca a Thomas Pynchon, al gran Thomas Pynchon, cumplir esta misión con Mason y Dixon. De momento lo está consiguiendo, y con creces...


miércoles, 14 de marzo de 2012

SALGARI: KILÓMETRO CERO

             La primera vez casi nunca es la mejor, pero es la que se recuerda, precisamente por ocupar ese puesto privilegiado. Esta máxima vale para el amor, para el sexo (solo o acompañado), para el alcohol (la primera borrachera nunca se olvida, por mucho que se haya bebido) y para la literatura. Vivir es recordar. A los que nos gusta escribir lo que en realidad nos gusta es recordar. A los que nos gusta leer lo que en realidad nos gusta es recordar lo que otros recordaron.



            El primer libro que leí fue Los misterios de la jungla negra, de Emilio Salgari. Claro que antes había leído muchos cuentos y muchos otros libros, pero eso no era leer; eso era pasear mis retinas por una serie de palabras impresas. Leer es reflexionar sobre lo que hemos leído; ser conscientes de que al cerrar el libro todo un mundo habita para siempre en nuestro interior. Así que perdí mi virginidad lectora en verano, a la hora de la siesta, mientras mis padres dormían, sentado en una silla de mimbre pintada de verde. Todas las virginidades parecen perderse a esa hora tan intempestiva, como si no quisiéramos demorar por más tiempo la necesidad de experimentar lo que aún no hemos experimentado, por ver a qué sabe lo que aún no hemos probado, por besar esa piel tan huidiza. Lo peor de perder cualquier virginidad es que ya no volverás a perderla.



            Si mi vida lectora fuese un mapa de carreteras, Emilio Salgari sería mi kilómetro cero, el punto de partida, el inicio del camino. Leer a Emilio Salgari me llevó a leer a Robert L. Stevenson; leer a Stevenson me llevó a leer a Walter Scott; leer a Scott me llevó a leer a Victor Hugo. Evidentemente este proceso es dilatado en el tiempo y está lleno de áreas de servicio, restaurantes de carretera, desvíos y callejones sin salida, pero básicamente ahí comienza mi ruta 66. Lo malo de viajar mucho es que, a veces, olvidas el lugar del que procedes, apenas lo vislumbras en el mapa; sólo es un punto que indica un lugar en el que una vez fuiste feliz (o no).



            Los misterios de la jungla negra, la serie de novelas de Sandokan, El león de Damasco o Los pescadores de ballenas me llevaron también a jugar con las palabras. En un intento entre ingenuo y ridículo de emular a mi primer ídolo literario, emborronaba libretas y más libretas con aventuras descaradamente copiadas del imaginario del escritor italiano: piratas que zarpaban de las costas de Torrevieja, arponeros que cazaban ballenas cerca de Santa Pola o aventureros que se adentraban en la sierra de Callosa.



            En muchos aspectos soy lo que soy gracias a aquella tarde en que emprendí la lectura de mi primera novela de Emilio Salgari. Algo nació y murió en aquella silla de mimbre pintada de color verde. Antes de que el tiempo y el exceso de kilómetros me hagan olvidar de dónde procedo prefiero detener el coche, abrir la puerta, salir, apoyarme en el maletero, encender un cigarrillo y mirar hacia atrás. Tremal-Naik me saluda desde el horizonte.



            (Es muy curioso que en su ensayo Alfabetos, el escritor italiano Claudio Magris relate que el primer libro del que tiene un recuerdo nítido sea, precisamente, Los misterios de la jungla negra, de Emilio Salgari. Es probable que la Ruta 66 trace un círculo condenado a repetirse eternamente.)


jueves, 8 de marzo de 2012

LINCOLN

              “- Son leales a usted.- Seward alzó nuevamente su copa-. Son leales al ejército, a la Unión, a ellos mismos, a lo que han hecho durante estos cuatro años, a sus muertos.
- Beberé en su honor- Dijo Lincoln (…)-. Estoy orgulloso de que hayan votado por mí. Orgulloso y sorprendido, con tantos muertos como ha habido.- Su voz se quebró.
- También ellos lo habrían votado- dijo Seward.
- ¿Los muertos?- Lincoln parecía asombrado. Luego movió la cabeza-. No gobernador. Los muertos jamás votarán por mí, ni en este ni en ningún otro mundo.”
                                                                        (Lincoln, de Gore Vidal)


El pasado día 5 de Febrero iniciaba la lectura, con miedo y con ilusión, de Lincoln. Era la novela de Gore Vidal uno de esos libros que siempre me apetecía leer pero nunca encontraba el momento (sinónimo de “valor”) para hacerlo. Llegó la Navidad y con ella los regalos “duros” (Regalos duros: libros, discos, películas. Regalos blandos: ropa ...). Uno de esos regalos duros fue Lincoln. Dejé pasar un mes y decidí ocuparme de David Vann, de Cormac Mccarthy y de Charles Dickens. El viejo Abe me miraba retador desde la estantería. “Te faltan arrestos, muchacho”, parecía decirme en un inglés que curiosamente entendía a la perfección. Febrero me pilló con la moral por las nubes y enganché al Tycoon por las solapas. Un mes más tarde leo la última frase y cierro el libro con la certeza de que dentro de unos años volveré a abrirlo.

Es muy de agradecer que Gore Vidal plantee su novela a base de diálogos, dejando las descripciones a un lado (aunque también las hay, y algunas con muchísima fuerza, como el discurso de Lincoln en lo que fue el campo de batalla de Gettysburg). Es de agradecer porque tratándose de un libro de mil páginas un cargar las tintas con descripciones hubiese ralentizado el ritmo de lectura considerablemente. Además, los diálogos de Vidal tienen una fuerza extraordinaria y no carecen de cierto sentido del humor y, en ocasiones, de una inteligente y fina ironía. Diálogos que, a medida que avanza la lectura, van describiendo a un personaje poliédrico, en ocasiones hermético y en ocasiones cercano como un amigo con el que se toma café. Sabemos de Lincoln no sólo a través de lo que él dice, que es mucho y muy interesante, sino, sobre todo, a través de lo que otros, aquellos con los que trabajó, aquellos que conspiraron contra él, aquellos que lucharon con y contra él, hablan a sus espaldas. Pero hablar de Lincoln es hablar, por encima de todo, de la Guerra Civil. Ya desde el arranque de la novela, magistral ejercicio de suspense que consigue atraparte desde el inicio, con la llegada de Lincoln disfrazado a la estación de Washington para tomar posesión de su cargo, queda claro que el tema central de la novela es un personaje (Lincoln) enfrentado a una realidad que, en ocasiones, le supera (la Guerra). Ahí, y no en otro lado, es donde radica la universalidad de esta novela, su permiso para formar parte de un canon literario cada vez menos exigente.

El libro está dividido en tres partes:
1.-  Consta de veinte capítulos y aproximadamente 350 páginas. Abarca desde la llegada de Lincoln a Washington para tomar posesión de su cargo el 23 de febrero de 1861 hasta el final de ese mismo año, con el estallido definitivo de la contienda bélica entre los estados unionistas y los estados confederados.
2.- Doce capítulos en aproximadamente 360 páginas. Arranca con la Navidad de 1861 y concluye con la batalla de Gettysburg durante el verano de 1863. Es, posiblemente, la mejor de las tres partes.

3.- Doce capítulos y un epílogo en aproximadamente 300 páginas. Últimos combates de la guerra, reelección como presidente de Lincoln y, finalmente, su asesinato en el teatro.

 En la parte final del capítulo 10 de la segunda parte, Gore Vidal nos regala un momento mágico: el encuentro entre Walt Whitman y Mr. Chase (Secretario del Tesoro), donde el primero le pide trabajo. Fue un encuentro real que Vidal recrea de manera brillante. Finalmente Chase no hace caso de Whitman y sólo se queda su carta de recomendación porque viene firmada por Ralph Waldo Emerson y es una manera de tener su autógrafo. He de reconocer que no pude evitar, nada más terminar de leer este gran libro de Gore Vidal, volver a leer, una vez más, la hermosa elegía que Whitman le dedicó a Lincoln. La última  vez que  florecieron las lilas en el huerto es uno de esos poemas que me han acompañado en muchos momentos de mi vida, como ciertos versos de Cernuda, de Miguel Hernández, de Antonio Machado, de León Felipe, de Rudyard Kipling. Walt Whitman trabajó finalmente como enfermero durante la contienda bélica. Fue anotando en una especie de diario todo aquello que observaba. Hace unos meses por fin se tradujo a nuestro idioma dicho diario. Hoy ese libro me espera en la estantería o, lo que es más probable, yo lo espero a él.

“La última vez que florecieron las lilas en el huerto,
y la gran estrella pronta descendía por el oeste al anochecer,
lloré, y lloraré aún más con la primavera que siempre
vuelve.”
               (De "Recuerdos del Presidente Lincoln", de Walt Whitman)



















jueves, 1 de marzo de 2012

CÁNTICO CÓSMICO

          El nombre Ernesto Cardenal apareció en mi vida cuando comencé a leer algunos libros sobre la Teología de la Liberación. Eran tiempos en los que poco a poco iba tomando forma en mí un pensamiento que hasta hoy me ha acompañado: la sensación de pertenencia a una Iglesia distinta. Pero no quiero ahora hablar de eso, aunque tratándose de Cardenal parece difícil que pueda evitar esa tentación. Recuerdo como si fuera ahora esos libros de tapa blanda con impactantes títulos y no menos impactantes argumentos. Y recuerdo, también, esos nombres de gentes a las que he aprendido a admirar a medida que otros se dedicaban a criticar unos trabajos que, dudo, leyeran en profundidad. Hablo de Jon Sobrino, de Helder Cámara, de Ignacio Ellarcuría, de Leonardo Boff, de Gustavo Gutierrez, de Ernesto Cardenal. No me gustaría pensar que son nombres que para muchos ya no dicen nada, pero lo pienso. No me gustaría pensar que ahora ya nadie les escucha, pero lo pienso. No me gustaría pensar que son anatemas prohibidos, pero lo pienso.



            El nombre del poeta Ernesto Cardenal apareció en mi vida a través de un breve poema incluido en su libro Epigramas. Más tarde, interesado por la calidad y la claridad de un poeta al que creí poseedor de  una voz verdadera, leí otros poemas, como Oración por Marilyn Monroe. Fue entonces, buscando información, cuando me encontré con un título que, como un imán, atrajo mi atención: Cántico Cósmico. Algunos de los poetas que más me habían impresionado utilizaban la palabra Canto o Cántico en sus obras: Walt Whitman (siempre Whitman, persiguiéndome a lo largo de mi vida lectora) o Pablo Neruda. La segunda palabra fue la que me terminó de seducir: Cósmico. Intuía en ella el anhelo de abarcarlo todo. Ya no era un Canto General o un Canto a mí mismo. Luché como nunca por tratar de conseguir el libro. Hay veces que, en determinados lugares, es complicado acceder a ciertos libros de ciertas editoriales. La espera mereció la pena y desde la primera lectura, apresurada y poco atenta, se convirtió en uno de esos libros a los que siempre vuelvo.



            El libro Cántico Cósmico apareció en mi vida y se instaló cómodamente, ocupando primero algunas partes de mi ser, pero apoderándose finalmente, como aquella presencia misteriosa en el relato de Cortázar, de Marco Antonio Torres Mazón. No soy objetivo con este libro, así que hacer un análisis pormenorizado de él me resultaría tan complicado como hablaros de mi familia o de mis mejores amigos. Ahora, si lo que queréis es mi opinión sincera y personal, diré que Cántico Cósmico es el mejor libro de poemas escrito en nuestro idioma durante la segunda mitad del pasado siglo XX. Os lo advertí, y el que advierte no es traidor. Sin embargo haré un esfuerzo y trataré de hablaros un poco de este maravilloso poemario.



            Ernesto Cardenal estuvo trabajando en este libro durante más de treinta años. Se nota en el mimo por la precisión en la utilización de un lenguaje que debe cantar las grandezas del Universo (galaxias, estrellas, supernovas,), del Amor (humano y divino) y del Hombre (como objeto de una Historia y como sujeto destinado a amar y ser amado). Y es que en el Cántico Cósmico el tema es TODO, así, con mayúscula: la creación del Universo, el origen de la vida, las grandes revoluciones sociales, el amor sexual y erótico, la ciencia y la razón, los mitos y las creencias, Einstein, Galileo y Oppenheimer, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Rilke y Confucio… y las estrellas; millones y millones de estrellas que, noche tras noche, iluminan nuestros miedos. Pero no es el miedo un tema en Cántico Cósmico; acaso la esperanza y la alegría por pertenecer a este enorme lienzo que llamamos creación.



            Dividido en cuarenta y tres “cantigas” que ocupan una extensión de más de cuatrocientas páginas, Cántico Cósmico es la obra de una vida; la obra de todas las vidas. Por eso ahora entiendo las palabras de Ernesto Cardenal cuando dijo: “el propósito de mi Cántico es dar consuelo”. Gracias, maestro.

miércoles, 22 de febrero de 2012

ETIQUETAS Y COMPROMISOS

           La guitarra de Woody Guthrie tenía inscrita la siguiente frase: This machine kills fascists.



            Vivimos tiempos agitados. Todo lo que hasta ahora parecía estable, inmutable, comienza a tambalearse, a cambiar y a retroceder. Es en circunstancias como la presente cuando uno levanta la cabeza e intenta aguzar el oído para ver si alguien dice algo interesante; algo que, de alguna manera, nos ilumine. Sin embargo, muchas veces sucede que tras escuchar lo que otros tienen que decir las dudas se acrecientan aún más.


           ¿Qué tipo de compromiso debe tener un escritor con el tiempo que le ha tocado vivir? ¿Debe este compromiso estar más allá del mero campo literario para trascender a la vida pública? Es un debate que, sin duda, no pretendo resolver, pero sí dar mi opinión, dejarla por escrito y, si procede, suscitar alguna que otra pregunta de la que desconozco por completo la respuesta; es más, ni siquiera sé si tiene o no respuesta posible.



            Tengo la sensación de que muy a menudo confundimos el término “escritor comprometido” con “escritor que, casualmente, piensa lo mismo que yo” Por decirlo de otro modo, si alguien ahora me preguntara: ¿es Mario Vargas Llosa un escritor comprometido? Mi respuesta sería que sí. ¿Tiene Vargas Llosa una “ideología” similar a la mía? Mi respuesta sería que no. Nuestro mundo tiende de una manera cada vez más exagerada a la etiqueta fácil, donde términos como “izquierda” o “derecha” parecen sinónimos de “comprometido” y “reaccionario” Pero uno va cumpliendo años y, sobre todo, lecturas como para contentarse con tan poca cosa. Lo siento, cada vez me gustan menos los escritores que, desde una determinada y muy respetada posición ideológica, son incapaces de ver más allá de esa misma posición ideológica. Lo diré claro y sin ambages: hay escritores del sector más progresista que cuando se les pregunta por el régimen cubano ponen cara de palo, cambian de tema o, lo que es aún peor, defienden lo que a todas luces ya es indefendible. Y, claro, hay escritores del sector más conservador que cuando se les pregunta por la Guerra Civil Española, por la ley de memoria histórica, por la exhumación de fosas, dicen que hay que mirar hacia delante, que aquello ya es cosa del pasado o, lo que es aún peor, que si unos mataron también lo hicieron los otros, que para eso está Paracuellos del Jarama. No me fío de ninguno de estos dos tipos de escritores, pues demuestran una alarmante falta de talento para contemplar el mundo que nos rodea y en el que vivimos. Quizás me puedan interesar sus libros (que no es poco) pero seguro que no son esos faros que tanto reclamamos. Un faro alumbra en la oscuridad, y este tipo de intelectuales son parte de la oscuridad. Por el contrario me gusta el escritor que demuestra dudas, que rema a contracorriente, que sabe superar el obstáculo de su propia ideología para señalar algo que está mal, o algo que no le gusta, o algo que se podría hacer mejor. Ese escritor no suele encajar en ninguna de las etiquetas anteriormente mencionadas; suele caer mal a ambos lados de la frontera.






            Miguel de Unamuno apoyó en un primer momento el golpe de estado de Julio de 1936. Unos meses después, cuando vio lo que ocurría en Salamanca con las represiones por parte de los fascistas, no dudó en condenar, probablemente más alto y más claro que nadie en nuestro país, el poder de los generales golpistas. Unamuno es para mí un referente.



            George Bernanos, escritor francés con la etiqueta de conservador puesta en la espalda y, para más señas, católico, apoyó también el golpe de estado en nuestro país. Durante su estancia en Palma de Mallorca pudo contemplar la dura represión a la que los fascistas sometían a los partidarios de la legalidad republicana, y no dudó en ningún momento en escribir uno de los libros más duros, claros y comprometido sobre nuestra guerra civil: Los grandes cementerios bajo la luna.



            George Orwell repartió leña por igual a un lado y a otro, cual boxeador arrinconado en el cuadrilátero de las letras, y, así, escribió su maravilloso Homenaje a Cataluña durante su experiencia de la Guerra Civil Española y su Rebelión en la granja y 1984 tras ser testigo del alzamiento de todo tipo de totalitarismos, tanto en Alemania con Hitler como en Rusia con Stalin.



            No pretendo hacer aquí una retahíla de ejemplos que todos conocemos, pero imagino que con los tres autores citados queda claro lo que quiero decir. El verdadero intelectual es aquel que sabe mirar el mundo y que, por medio de la palabra, trata de explicarlo a los demás. Las etiquetas sólo sirven para que no nos perdamos en los hipermercados, pero no para la vida, ni para la literatura. Sin embargo hay autores que viven muy cómodos con sus etiquetas, alardeando e incluso haciendo carrera a costa de ellas. No me apetece poner ejemplos de estos tipos siniestros y su legión de seguidores. Sólo diré que existen a ambos lados de esa frontera absurda con la que algunos pretenden delimitar nuestro pensamiento. Ah, se me olvidó decir que tampoco me gustan las fronteras...



            Me es imposible cerrar esta reflexión con una conclusión. Sólo lanzar un último pensamiento, una última idea. Un escritor con lo primero que tiene que comprometerse es con su propia obra, con su propia literatura, con sus propias palabras. Como lector, es decir, como náufrago que busca un trozo de madera que me permita no morir ahogado en este inmenso mar de confusión, de nada me vale las proclamas, las pancartas, los grandes axiomas tras los que muchos supuestos escritores se esconden. Lo que necesito es abrir un libro y leer al menos una frase que arroje un poco de luz.

            Insisto, la guitarra de Woody Guthrie tenía inscrita la siguiente frase: This machine kills fascists.


jueves, 16 de febrero de 2012

DAVID LYNCH, VOLUMEN I: ACCIONANDO LA PALANCA DE LOS SUEÑOS.

          1976. Sobre pantalla de cine y en blanco y negro, el Hombre del Planeta acciona la palanca que nos introduce en el mundo onírico de David Lynch.

           




               2006. Sobre pantalla de cine y en color, todas las actrices bailan y cantan Sinnerman de Nina Simone.

           




         En medio de semejante tempestad quedan treinta años y 1297 minutos: la filmografía de uno de los últimos genios (en tanto que narrador único y original) del Séptimo Arte. Diez largometrajes que son diez viajes sin punto de salida y sin una meta clara, salvo la de utilizar la pantalla de cine como un enorme lienzo en movimiento. Y es que a menudo se ignora (o se pasa por alto) el hecho de que David Lynch es, antes que nada, un pintor. Siempre he pensado que eso era algo fundamental para poder entender la obra cinematográfica (no hablaré aquí de sus trabajos para televisión, algunos de los cuales han alcanzado una importancia capital, como Twin Peaks) de un autor al que muchos han llamado, no sin faltarles parte de razón, el último de los surrealistas.






            De Cabeza borradora (1976) a Inland Empire (2006) hay una evolución para llegar al mismo punto de partida. Seguramente tanto su primera como su última cinta guardan más puntos en común que el resto de sus películas, demostrando así que el viaje dentro de la obra de Lynch siempre es circular o, como sucede en Dune (1984), un viaje que no necesita movimiento