miércoles, 22 de febrero de 2012

ETIQUETAS Y COMPROMISOS

           La guitarra de Woody Guthrie tenía inscrita la siguiente frase: This machine kills fascists.



            Vivimos tiempos agitados. Todo lo que hasta ahora parecía estable, inmutable, comienza a tambalearse, a cambiar y a retroceder. Es en circunstancias como la presente cuando uno levanta la cabeza e intenta aguzar el oído para ver si alguien dice algo interesante; algo que, de alguna manera, nos ilumine. Sin embargo, muchas veces sucede que tras escuchar lo que otros tienen que decir las dudas se acrecientan aún más.


           ¿Qué tipo de compromiso debe tener un escritor con el tiempo que le ha tocado vivir? ¿Debe este compromiso estar más allá del mero campo literario para trascender a la vida pública? Es un debate que, sin duda, no pretendo resolver, pero sí dar mi opinión, dejarla por escrito y, si procede, suscitar alguna que otra pregunta de la que desconozco por completo la respuesta; es más, ni siquiera sé si tiene o no respuesta posible.



            Tengo la sensación de que muy a menudo confundimos el término “escritor comprometido” con “escritor que, casualmente, piensa lo mismo que yo” Por decirlo de otro modo, si alguien ahora me preguntara: ¿es Mario Vargas Llosa un escritor comprometido? Mi respuesta sería que sí. ¿Tiene Vargas Llosa una “ideología” similar a la mía? Mi respuesta sería que no. Nuestro mundo tiende de una manera cada vez más exagerada a la etiqueta fácil, donde términos como “izquierda” o “derecha” parecen sinónimos de “comprometido” y “reaccionario” Pero uno va cumpliendo años y, sobre todo, lecturas como para contentarse con tan poca cosa. Lo siento, cada vez me gustan menos los escritores que, desde una determinada y muy respetada posición ideológica, son incapaces de ver más allá de esa misma posición ideológica. Lo diré claro y sin ambages: hay escritores del sector más progresista que cuando se les pregunta por el régimen cubano ponen cara de palo, cambian de tema o, lo que es aún peor, defienden lo que a todas luces ya es indefendible. Y, claro, hay escritores del sector más conservador que cuando se les pregunta por la Guerra Civil Española, por la ley de memoria histórica, por la exhumación de fosas, dicen que hay que mirar hacia delante, que aquello ya es cosa del pasado o, lo que es aún peor, que si unos mataron también lo hicieron los otros, que para eso está Paracuellos del Jarama. No me fío de ninguno de estos dos tipos de escritores, pues demuestran una alarmante falta de talento para contemplar el mundo que nos rodea y en el que vivimos. Quizás me puedan interesar sus libros (que no es poco) pero seguro que no son esos faros que tanto reclamamos. Un faro alumbra en la oscuridad, y este tipo de intelectuales son parte de la oscuridad. Por el contrario me gusta el escritor que demuestra dudas, que rema a contracorriente, que sabe superar el obstáculo de su propia ideología para señalar algo que está mal, o algo que no le gusta, o algo que se podría hacer mejor. Ese escritor no suele encajar en ninguna de las etiquetas anteriormente mencionadas; suele caer mal a ambos lados de la frontera.






            Miguel de Unamuno apoyó en un primer momento el golpe de estado de Julio de 1936. Unos meses después, cuando vio lo que ocurría en Salamanca con las represiones por parte de los fascistas, no dudó en condenar, probablemente más alto y más claro que nadie en nuestro país, el poder de los generales golpistas. Unamuno es para mí un referente.



            George Bernanos, escritor francés con la etiqueta de conservador puesta en la espalda y, para más señas, católico, apoyó también el golpe de estado en nuestro país. Durante su estancia en Palma de Mallorca pudo contemplar la dura represión a la que los fascistas sometían a los partidarios de la legalidad republicana, y no dudó en ningún momento en escribir uno de los libros más duros, claros y comprometido sobre nuestra guerra civil: Los grandes cementerios bajo la luna.



            George Orwell repartió leña por igual a un lado y a otro, cual boxeador arrinconado en el cuadrilátero de las letras, y, así, escribió su maravilloso Homenaje a Cataluña durante su experiencia de la Guerra Civil Española y su Rebelión en la granja y 1984 tras ser testigo del alzamiento de todo tipo de totalitarismos, tanto en Alemania con Hitler como en Rusia con Stalin.



            No pretendo hacer aquí una retahíla de ejemplos que todos conocemos, pero imagino que con los tres autores citados queda claro lo que quiero decir. El verdadero intelectual es aquel que sabe mirar el mundo y que, por medio de la palabra, trata de explicarlo a los demás. Las etiquetas sólo sirven para que no nos perdamos en los hipermercados, pero no para la vida, ni para la literatura. Sin embargo hay autores que viven muy cómodos con sus etiquetas, alardeando e incluso haciendo carrera a costa de ellas. No me apetece poner ejemplos de estos tipos siniestros y su legión de seguidores. Sólo diré que existen a ambos lados de esa frontera absurda con la que algunos pretenden delimitar nuestro pensamiento. Ah, se me olvidó decir que tampoco me gustan las fronteras...



            Me es imposible cerrar esta reflexión con una conclusión. Sólo lanzar un último pensamiento, una última idea. Un escritor con lo primero que tiene que comprometerse es con su propia obra, con su propia literatura, con sus propias palabras. Como lector, es decir, como náufrago que busca un trozo de madera que me permita no morir ahogado en este inmenso mar de confusión, de nada me vale las proclamas, las pancartas, los grandes axiomas tras los que muchos supuestos escritores se esconden. Lo que necesito es abrir un libro y leer al menos una frase que arroje un poco de luz.

            Insisto, la guitarra de Woody Guthrie tenía inscrita la siguiente frase: This machine kills fascists.


jueves, 16 de febrero de 2012

DAVID LYNCH, VOLUMEN I: ACCIONANDO LA PALANCA DE LOS SUEÑOS.

          1976. Sobre pantalla de cine y en blanco y negro, el Hombre del Planeta acciona la palanca que nos introduce en el mundo onírico de David Lynch.

           




               2006. Sobre pantalla de cine y en color, todas las actrices bailan y cantan Sinnerman de Nina Simone.

           




         En medio de semejante tempestad quedan treinta años y 1297 minutos: la filmografía de uno de los últimos genios (en tanto que narrador único y original) del Séptimo Arte. Diez largometrajes que son diez viajes sin punto de salida y sin una meta clara, salvo la de utilizar la pantalla de cine como un enorme lienzo en movimiento. Y es que a menudo se ignora (o se pasa por alto) el hecho de que David Lynch es, antes que nada, un pintor. Siempre he pensado que eso era algo fundamental para poder entender la obra cinematográfica (no hablaré aquí de sus trabajos para televisión, algunos de los cuales han alcanzado una importancia capital, como Twin Peaks) de un autor al que muchos han llamado, no sin faltarles parte de razón, el último de los surrealistas.






            De Cabeza borradora (1976) a Inland Empire (2006) hay una evolución para llegar al mismo punto de partida. Seguramente tanto su primera como su última cinta guardan más puntos en común que el resto de sus películas, demostrando así que el viaje dentro de la obra de Lynch siempre es circular o, como sucede en Dune (1984), un viaje que no necesita movimiento


jueves, 9 de febrero de 2012

LIBROS DE CINE

            Recuerdo que el primer libro de cine que me compré fue El cine norteamericano en 120 películas, de Augusto Martínez Torres. Desde luego el título era premonitorio de lo que me aguardaba tras sus páginas: 120 películas norteamericanas, desde el período mundo hasta la actualidad (de aquel momento, claro), ordenadas por año de producción, con una pequeña ficha técnica y un breve comentario. Entonces, contaba catorce años, me pareció casi una enciclopedia. Lo leí hasta aprenderlo de memoria. Todavía lo conservo, con las hojas amarillas y algunas anotaciones que apenas soy capaz de descifrar. Lo que me enseñó aquel primer libro es que el cine también hay que leerlo, estudiarlo, para poder apreciarlo mejor. No siempre conocer el truco del mago nos hace dejar de creer en su magia.



            Pero el primer libro importante de cine que leí fue, sin duda, El cine según Hitchcock, de Francois Truffaut. Ahí ya aprendí más cosas. La enorme complicidad que recorre toda la larga entrevista entre ambos genios del cine me dejó completamente deslumbrado. Además, en esa época consumía mis primeras cintas de la Nueva Ola francesa, y ver a uno de sus máximos representantes preguntar con tanta insistencia sobre aspectos técnicos a Hitchcock me pareció maravilloso. Años más tarde comprendí, como se comprenden las cosas cuando se va madurando, que el cine de aquel orondo inglés y el de aquel elegante francés tienen mucho en común.



            El libro que definitivamente me confirmó que leer sobre el cine no está reñido con leer buena literatura fue Cine o sardina, de Guillermo Cabrera Infante. Es uno de los mejores libros que he leído nunca. La perfecta combinación entre conocimientos cinematográficos, anécdotas divertidas y un uso del lenguaje no carente de inventiva me enamoró. Aún hoy vuelvo a él, ojeando algún artículo, consultando algún dato, disfrutando de alguna anécdota. Me divertía mucho la anécdota que contaba Cabrera Infante sobre cómo echó a un político de su casa porque decía que no le gustaba el cine.



            Hoy, algunos estantes de mi biblioteca están llenos de este tipo de libros. Muchos de ellos me han enseñado a mirar lo que me rodea y lo que cada día me devuelve la mirada en el espejo. Gracias a aquella educación sentimental comprendí que saber mirar es saber amar.

domingo, 5 de febrero de 2012

LA SOLEDAD DEL LECTOR DE FONDO

             Domingo, 5 de febrero de 2012: con ilusión, pero también con algo de miedo, comienzo la lectura de Lincoln, de Gore Vidal. Ilusión que es la misma que se tiene al abrir las primeras páginas de un libro que llevas años deseando leer. Miedo que es el mismo de saberse ante una obra de envergadura, por su volumen (algo más de mil páginas) y por su densidad de ideas políticas y humanas.



            Creo que todo buen lector tiene el deber de enfrentarse, a lo largo de su vida lectora, con ciertos libros, ciertas lecturas que le pongan a prueba. La tentación de terminar leyendo cómodas novelas que no requieran el más mínimo esfuerzo me produce el mismo miedo que enfrentarme a esos ochomiles que me dejan sin respiración. No obstante, siempre he preferido ver el mundo desde las alturas, a pesar de que allí, en lo más alto, a veces me siento muy solo.


jueves, 2 de febrero de 2012

PROMESAS (PARCIALMENTE) CUMPLIDAS

            Comienza a sonar el nuevo disco de Leonard Cohen, Old Ideas. Remuevo el café con la cucharilla. Mi mundo, aquí y  ahora, lo componen diez canciones emocionantes (traducidas por un inspirado Joaquín Sabina) y una taza humeante. En unas horas volveré al otro mundo, al que hay fuera de la ventana por la que trata de asomar el sol, al que no anhelo regresar cuando las nubes bañan la cúpula celeste. No tengo muy claro ahora qué quiero escribir, pero sé que quiero escribir.





            Prometí hacer una relación de aquellas lecturas que más me habían gustado el pasado año. Ahora me parece aburrido hacer eso. Sin embargo, para cumplir, aunque sea en parte, dicha promesa, diré que si tuviera que quedarme con un libro de los que leí en el 2011 sería, sin apenas duda, Llámame Broklyn, de Eduardo Lago. ¿Por qué? Pues porque es una de esas obras que no te importaría volver a leer. En los tiempos que corren eso es decir mucho.



            Prometí, también, hacer una crónica del concierto que Keith Jarrett celebró y grabó en Colonia en 1975. Realmente parto de un error: no puedo hacer una crónica de un concierto en el que no he estado (entre otras cosas porque aún faltaban tres años para que abriera los ojos al mundo), así que me conformaré, y consideraré la deuda saldada en parte, con recomendar fervientemente escuchar a este pianista único e irrepetible, capaz de estar improvisando (como en el citado concierto) durante más de una hora unos acordes que nos transportan al cielo. Y otra vez el cielo... Este segundo punto (o promesa difícilmente realizable) me lleva a otra cosa que siempre he pensado: la estrecha relación entre el Jazz y la Literatura. Esto daría para un ensayo (que seguramente ya está escrito), pero me vuelvo a conformar con comentar una cosa: solamente en Rayuela, de Julio Cortázar, hay para escribir ese ensayo imaginario. De hecho, hace algunos años me encontré con un disco titulado Jazzuela, que no era otra cosa que una magnífica recopilación de la mayoría de temas de Jazz citados en la obra magna de Cortázar. No prometo, a estas alturas, escribir algo sobre el Jazz y la Literatura.



            Sigue cantando Cohen, con su voz que es un susurro lleno de sabiduría y belleza, lleno de años y experiencias, lleno de arrepentimiento y temor, lleno de serenidad y lucha. Prometí, finalmente, hablar sobre el boxeo y el ajedrez, sobre Ali y Fischer. Descubro hace unos días que incluso hay un deporte que es una mezcla de ambas disciplinas, lo cual me parece sumamente ridículo y me quita las ganas de escribir sobre el tema. En mi ingenuidad pensaba hablar de dos hombre que, acostumbrados a luchar contra rivales teóricamente más fuertes que ellos, supieron ganar una y otra vez, consiguiendo ser leyendas y referentes. Es posible que figuras como Ali o Fischer no vuelvan a aparecer nunca más. Es posible…



            No puedo dejar de pensar en todo lo que está pasando en nuestro país. No puedo dejar de pensar en Baltasar Garzón. No puedo dejar de pensar en mi abuelo Antonio y en la 209 Brigada Mixta. No puedo dejar de pensar en mi tío abuelo José María y en el campo de concentración de Aranda de Duero. No puedo dejar de pensar en esta crisis y en esos salvadores vestidos de azul. No puedo dejar de pensar en lo mucho que me gusta el último disco de Leonard Cohen. Es posible que cuando deje de pensar todas estas cosas, pueda comenzar a caminar de nuevo.