jueves, 21 de febrero de 2013

EL PROBLEMA DE CIERTOS (MUCHOS) LIBROS

             Hace mucho tiempo que no leo eso que, por consenso o comodidad, hemos decidido llamar bestsellers*. Dejé de hacerlo hace tanto tiempo que casi había olvidado las razones que me llevaron a tomar dicha decisión. Durante las pasadas navidades uno de los regalos que recibí fue, sin embargo, uno de estos libros. Después de ver cómo no encontraba acomodo entre las baldas de mi biblioteca, hace una semana decidí emprender su lectura. El libro en cuestión (aunque creo que esto es lo de menos) es La confesión, de John Grisham. Nunca he leído nada de este experto en thrillers judiciales. A pesar de que el tema sobre el que versa el libro (la pena de muerte) me resulta sumamente interesante y a pesar, otra vez, de que solo llevo leído un tercio del libro, ya he recordado las razones que me llevaron a dejar de leer este tipo de literatura.

-         John Grisham opina todo el tiempo. Utiliza cualquier personaje para dar su opinión sobre determinadas cuestiones. Sermonea. Manipula. En definitiva, hace trampas.
-         John Grisham debe pensar que yo (su lector) soy idiota. No contento con explicarme cada una de las acciones que acontecen en su libro, lo hace dos, tres, cuatro y hasta cinco veces, en un exceso de subrayado digno de un niño de párvulos.
-         Reconociendo la habilidad de John Grisham a la hora de construir su trama, yo (su lector) echo en falta todo el tiempo esa chispa, es plus que marca la diferencia entre estar leyendo una sentencia judicial y esta leyendo una novela.
-         Reconociendo, así mismo, lo injusto que es comparar autores, no puedo evitar, desde que comencé la lectura de La confesión, dejar de pensar en A sangre fría, de Truman Capote, y en como Capote ni miente, ni subraya, ni piensa que yo (su lector) soy idiota. Capote me deja pensar; Grisham me impone sus tesis (algunas de las cuales comparto, aunque eso, otra vez, es lo de menos).

John Grisham, como tantos otros de los que ni me apetece hablar, no es un escritor, es un comerciante, un experto en vender su producto. En el fondo le da igual que ese producto sea un libro o una docena de churros (con todo mi respeto, claro, al gremio churrero, al cual respeto mucho más que al del señor Grisham, pues al menos ellos no pretenden engañarme dándome gato por liebre). Imagino que terminaré La confesión, al menos para saber cómo termina el asunto, aunque si llega el caso y ya no puedo más, apelaré al artículo 3 de los Derechos del lector según Daniel Pennac.

* La palabra bestseller me parece, como tantas otras, muy inapropiada para lo que quiero expresar en este artículo. Las ventas que genere un libro no tienen, en muchas ocasiones, nada que ver con su calidad (otras muchas, lamentablemente, si). Grisham vende millones de libros y es un nefasto escritor, por las razones arriba argumentadas. John Le Carré es un gran escritor de novelas de género (espías, thrillers de denuncia, ...) que vende millones de libros. Isaac Asimov era un habilísimo constructor de tramas de ciencia ficción, un honrado mago del entretenimiento más sano, que no engañaba a nadie y que, también, vendía millones de libros. Morris West escribió algunos libros muy interesantes sobre las intrigas vaticanas y la curia papal, como Las sandalias del pescador o Eminencia, y también vendió millones de libros. En fin, creo que está bastante claro...

domingo, 3 de febrero de 2013

Madame Bovary


Leyendo Madame Bovary me encuentro con el siguiente diálogo (capítulo 2 de la Segunda Parte) entre el boticario, Carlos, Emma y León:

            “-… Y si a la señora le gusta la jardinería, podrá…

            - Mi mujer no se ocupa de eso – dijo Carlos-, prefiere aunque tiene recomendado el ejercicio, quedarse en casa leyendo.

            - Como yo – dijo León-, ¿y qué mejor ocupación que permanecer al lado del fuego con un buen libro, mientras que el viento suena en la calle y azota los cristales del balcón?

            - ¿No es verdad que sí?- exclamó ella fijando en él sus grandes ojos negros muy abiertos.

            - No se piensa en nada, las horas pasan; paséase uno sin moverse por los países que cree ver, enlazándose el pensamiento con la ficción se goza de los detalles, se sigue el hilo de las aventuras, mezclase con los personajes, en una palabra, parece que uno palpita bajo sus vestidos.”

            Evidentemente se trata de uno de los temas clave de la maravillosa novela de Flaubert. Sin embargo, no quiero hablar ahora de eso (ya lo haré más adelante, o no). El caso es que este diálogo en el que se habla de lo que es la esencia del Bovarismo me ha hecho recordar el punto 6 de los Derechos Imprescriptibles del lector que Daniel Pennac coloca al final de su ensayo Como una novela:


                                6

                        El derecho al bovarismo

            (enfermedad de transmisión textual)

Eso es, grosso modo, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco. (…)

(…) De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores, y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas.(…)”
(Del texto de Daniel Pennac, Como una novela, Editorial Anagrama, Colección Argumentos)
 
            Creo que uno es lo que ha leído, el cine que ha  visionado o las canciones que ha escuchado. De vez en cuando conviene dejarse arrastrar por el bovarismo, al menos para no olvidar las razones que hoy nos hacen ser de una determinada manera.

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